jueves, 15 de diciembre de 2011

En lo breve del vestido está el precio del servicio.

En lo breve del vestido está el precio del servicio.

Siendo niña jugaba a mamás y a casitas.
Vivió con el sueño del príncipe azul.
Un sueño que compartía con todas sus amigas.
Recordaba que los Reyes Magos de Oriente no dejaban regalos muy boyantes.
En las casas de los barrios ricos debían ser muy buenos los niños, porque allí había juguetes espléndidos.
Su príncipe tampoco sería una excepción.
Se enamoraron en el deseo de los cuerpos jóvenes y bellos.
Salía los domingos con sus amigas, en esa adolescencia precipitada a una madurez por estrenar. Iban al baile a esperar que un chico guapo y formal las sacara y ofreciera continuar.
Entre ellas, risas y buenas migas.
Todas calzaban tacones que les costaba llevar.
Antes de entrar se acicalaban para parecer mayores.
Eran unas crías.
Muy jóvenes, estrenando la mayoría de edad, ya iban emparejadas con esos chicos que por insistencia habían conseguido el sí.
Nada de estrenarse. Eso sería una afrenta.
Pobres pero honradas. Era algo que las madres sembraban en esas mentes soñadoras que de la noche a la mañana pasarían a amas de casa.
Como otras, ella había pensado que eran lo más tener su casa, pero la vida no es tan dulce.
La primera en la noche de bodas.
Él hizo lo que tocaba, ella no sintió nada.
Él satisfecho. Ella triste y sin entender lo que habían hecho.
Un rastro de sangre entre los dedos.
Se sintió sucia.
Algo no estaba bien.
Se quito ese pesar.
Era su marido.
El mundo le daba un lugar. La señora de.
Lavaría, plancharía, compraría y mantendría su casa limpia y ordenada.
Era hábil y sabía lo que se tenía que hacer.
Suerte que la familia no se inmiscuía. Él tampoco.
Le bastaba encontrar sus camisas planchadas y todo a punto.
Trabajaba en un Banco. Nada menos.
El sueldo no daba para mucho, pero era la envidia de amigos, amigas y conocidos.
Tuvieron la parejita.
Un ideal de familia.
Él seguía requiriendo su cuerpo, y parecía complacido con ese desapego emocional que ella tenía.
Todo iba a las mil maravillas.
Se juntaban las amigas, en una casa u otra a merendar, mientras los niños jugaban y hacían sus deberes juntos.
Ese puñado de amigas había sabido conservar la armonía de su juventud.
Adelgazaba. Todas la envidiaban.
Lucía cuerpo adolescente, a pesar de dos partos y unos cuantos embarazos frustrados.
Los niños se hicieron mayores. Las amigas dejaron de encontrarse.
Algunas por cansancio. Les tocaba aportar en la casa con labores domésticas.
Ella seguía sin tener que aportar. Con lo del marido sobraba.
Fue él quien empezó a darse la vuelta en la cama.
Al principio ella lo recibió como un regalo.
No tenía que disimular, ni aguantar.
Hubo noches de ausencia.
Ella no sospechaba.
Su marido había entrado en un grupo sindical y tenía que entregarse.
Y tanto que se entregaba.
Había una compañera con la que todo le cambiaba.
No se atrevía a plantearlo en casa.
Ella no se lo merecía.
La otra insistía.
Al fin se decidió y se sentó frente a ella, apagando el televisor.
-Carmen, tengo que hablarte.
-Tú dirás.
-Has sido la mujer perfecta. No te mereces un hombre como yo.
-No digas eso.
-Me he enamorado.
-¡Vale!
Así quedó la cosa.
Cuando él marchó de casa, para el trabajo, Carmen recogió en una pequeña maleta ropa escogida y se marchó.
Dejó las llaves sobre la mesita del salón y una nota.
“¡Gracias!”

¿Qué oficio podría ejercer?
Llevar una casa, era algo que dominaba.
Buscó en las páginas de diarios y revistas.
Se apuntó a la lista del paro.
Nada.
En ese ir y venir recibió ofertas que le pedían abrirse de piernas.
Lo mismo que había hecho durante esos años.
El dinero le sobraba.
Ahora compraba prendas descocadas y tentadoras.
Vivía con otras chicas que se dedicaban al viejo oficio de la carne.
Su rostro distendido denotaba tranquilidad y sosiego.
No le dolían prendas.
Su corazón tenía el amor de todos los hombres que la requerían.
Era hermosa.
No lo sabía.
Ellos se lo decían.

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